EL TERCIO DE MONTSERRAT: LOS CATALANES DE FRANCO
Desde los primeros compases de la guerra, los partidos políticos que apoyaron la sublevación llamaron a la lucha a sus milicias. A partir de diciembre de 1936 ya estaban plenamente incorporadas, sometidas al Código de Justicia Militar y mandadas por oficiales del Ejército. Falange movilizó a unos 200.000 hombres y los carlistas, o requetés, a unos 60.000, que agruparon en unidades homogéneas. Los primeros organizaron 116 banderas y los segundos 35 tercios que, aproximadamente, equivalían a un batallón. Entre las unidades tradicionalistas destacó el único tercio formado por catalanes, el llamado Tercio de Nuestra Señora de Montserrat y que fue, dentro del bando sublevado, una de las unidades más castigadas en toda la contienda.
El origen del Tercio de Montserrat
La causa carlista en Cataluña tuvo importante peso desde el siglo XIX, y, en las vísperas de la Guerra Civil, eran varios los miles que estaban dispuestos a sumarse al golpe del 19 de julio de 1936, tras haber estrechado los lazos con los militares golpistas de la Unión Militar Española, dirigida por el general Emilio Mola desde Pamplona. Pero ante el fracaso del golpe, todos los que no fueron detenidos o ejecutados tuvieron que pasar a la clandestinidad. Otros muchos, al cabo de unas semanas o meses, lograron evadirse y pasarse a la zona sublevada. Una vez allí, y junto con los carlistas catalanes que el inicio de la guerra les había sorprendido en zona rebelde, pasaron a organizarse como milicias autónomas, en un intento de marcar su identidad ideológica tradicionalista y tratar de influir al máximo en la configuración del nuevo estado franquista. Se formaron tercios navarros, vascos, castellanos, etc. lo cual era normal pues gran parte de sus regiones estaban dentro de la zona sublevada. Pero lo extraño es que se constituyese uno formado solo por catalanes, cuando toda Cataluña era republicana. Ciertamente los carlistas catalanes no lo tuvieron fácil, pero contra las resistencias de que tuvieran una unidad propia, al final se impuso el interés político y propagandístico. Sin duda, una unidad que luchase en el bando sublevado y que hiciese gala de catalanidad podía hacer daño entre los catalanistas republicanos. Tras las gestiones de sus dirigentes políticos, en diciembre de 1936 se constituyó el Tercio. Eran solo 182 hombres bajo el mando provisional del capitán de la Guardia Civil de Manresa, Alfonso Fenollera.
Su primer destino fue Codo, en Aragón, el 20 de enero de 1937. Era un frente tranquilo hasta que, inesperadamente, tuvieron que hacer frente a la ofensiva republicana que en agosto se desencadenó para distraer la ofensiva de Franco sobre el norte, y que daría lugar a la batalla de Belchite. Los 182 hombres que formaban el tercio estaban como guarnición en el pueblo, junto a unas decenas de falangistas, civiles y miembros de la Guardia Civil que, a lo sumo, alcanzaban los 280 hombres. Allí, la madrugada del 24 de agosto, fueron sorprendidos por el ataque republicano y, a pesar de su tenaz resistencia y ante la falta de medios, al cabo de día y medio tuvieron que retirarse. Pero el precio pagado fue terrible y la unidad quedó prácticamente aniquilada. Solo se salvaron 44 de sus miembros (un alférez, dos cabos y 41 soldados), varios de los cuales estaban heridos. Como recompensa a su meritoria acción, tras la guerra, en 1943, fueron condecorados con la Laureada de San Fernando a título colectivo. A finales de 1937 fue reconstruido tras incorporar nuevos reclutas. Siguió siendo un Tercio formado exclusivamente por catalanes, pero fue llevado a retaguardia y, en 1938, a frentes secundarios como el de Extremadura.
Una pistoresca isla dentro del ejército de Franco
Fieles a su cultura, solo hablaban en catalán, las órdenes se daban en este mismo idioma (todos los oficiales salvo el comandante eran catalanes) y en los días de fiesta bailaban sardanas y levantaban castells. La mayor parte eran de Gerona y Barcelona y hubo casos de padres e hijos que sirvieron juntos. Lo mismo que otras unidades carlistas, se caracterizaban por estar sumamente politizados en sus principios tradicionalistas y por tener entre sus filas a voluntarios cuyas edades rebasaban los de las unidades regulares, llegando a estar encuadrados combatientes de hasta 68 años y de 16.
Como eran normal en una fuerza de requetés, la unidad demostraba un catolicismo ferviente y eran todos practicantes, lo que les motivaba y ayudaba a soportar la presencia de la muerte. Los capellanes celebraban misa diaria y eran omnipresentes las estampas, los crucifijos, los rosarios y los “detente bala”, escapularios de tela o metal con forma del Corazón de Jesús, que “protegían” de las balas enemigas. Muchos llevaban en la culata del fusil el lema del Ángel del Alcázar (un joven muerto en halo de santidad en la defensa del alcázar de Toledo): “Tirad mucho y bien. ¡pero tirad sin odio!”. No es extraño que, terminada la guerra, 22 excombatientes del Tercio se ordenasen sacerdotes. Entre su tropa no faltaban campesinos y gentes de extracción humilde, pero abundaban los profesionales, intelectuales, estudiantes e hijos de industriales y propietarios agrícolas cuyos bienes habían sido incautados por la revolución. Esta composición supuso un nivel cultural muy elevado, que se refleja en las numerosas memorias, biografías y testimonios escritos que dejaron sus antiguos miembros.
Durante las noches sin combates, los requetés se reunían para rezar el rosario y entonar canciones populares catalanas como El Virolai (el himno de la Virgen de Montserrat), L’emigrant y L’Ampurdà. Si en las trincheras enemigas también había soldados catalanes, era un problema para su moral, por lo que los comisarios políticos republicanos improvisaban reuniones, mítines y canciones para contrarrestar aquella propaganda inesperada. En los combates se empeñaban en llevar su boina roja para identificarse orgullosamente como requetés, aunque les incrementaba en mucho sus bajas, pues era un blanco perfecto para el enemigo; el casco solo lo llevaban para protegerse de la lluvia.
El tercio acude al Ebro
Cuando se conoció el cruce del Ebro el 25 de julio de 1938, la 74ª División del ejército franquista destinada en Extremadura fue llamada como socorro. De ella formaba parte el Tercio de Montserrat, que llegó el 28 de julio a defender Villalba del Arcs, que estaba a punto de ser tomada por las fuerzas republicanas. Eran 906 hombres (un capitán, 22 oficiales, 33 sargentos y 850 soldados) distribuidos en cuatro compañías de infantería, una de ametralladoras y una fuerza de choque que llevaba una calavera cosida a su boina. Inmediatamente pasaron a defender el pueblo con parapetos levantados a toda prisa, apoyando a legionarios allí desplegados, pero sin apenas material pesado. Solo contaban con un cañón y tres tanques rusos capturados, pero por suerte para ellos sus enemigos no tenían ni eso. Durante 70 horas lucharon sin descanso, disparando 120.000 balas y lanzando 3.600 granadas y 700 obuses de mortero. En esos tres días murieron un teniente, cuatro alféreces, seis sargentos y 50 soldados del Tercio, mientras que otros 103 resultaban heridos. Al cuarto día el frente se estabilizó, aunque siguieron defendiendo el pueblo hasta el 9 de agosto, cuando fueron relevados. Hasta ese día habían sufrido ya un total de 241 bajas (58 muertos y 183 heridos), más de una cuarta parte del total de sus efectivos.
Se retiraron a Gandesa, pero lo hicieron a pie, con todo el equipo a cuestas y en medio de un calor sofocante. Pero solo cuatro días después, el 13 volvieron a Villaba, a formar parte de una fuerza de ataque que se preparaba en el sector; por suerte esta vez lo hicieron en camiones. Tras unos días de preparación, el día 19 atacaron en el sector de Punta Targa, una colina de 481 metros de alto que los republicanos habían fortificado a conciencia. El comandante del Tercio, el capitán Manuel Martínez, el único que no era ni requeté ni catalán, les animó a atacar con decisión y les dijo que no necesitaban alicates para cortar las alambradas, porque los tanques se encargarían de aplastarlas y que, además, tenían los machetes para abrirse paso. Tras el correspondiente bombardeo artillero, a las 12 del mediodía avanzó la infantería, pero se encontró que las defensas enemigas habían sido muy poco dañadas. Además, los tanques que debían abrir paso a los hombres del Tercio eran solo tres o cuatro y fueron rápidamente averiados, por lo que los carlistas se encontraron sin su apoyo. Solo pudieron avanzar unos 300 metros ante el nutrido fuego enemigo y, además, comprobaron con estupor que el resto de las unidades que debían flanquearles (el batallón de Ceuta nº 7 y el de Bailén nº 131) no habían siquiera podido salir de sus trincheras. Tampoco tuvieron, incomprensiblemente, el apoyo de sus ametralladoras. No se sabe con certeza el motivo de su repentino aislamiento, pero despertó toda suerte de recelos y especulaciones y Martínez fue objeto de todas las acusaciones, llegando a insinuar que les habían dejado solos “por ser catalanes”. Sin embargo, y por el momento, ahí estaban, aislados, clavados al terreno, sin poder avanzar ni retroceder, a solo unos cuarenta metros de las líneas republicanas, tratando de camuflarse como pudiesen, aunque su boina roja lo hacía difícil. Así estuvieron varias horas, mortificados por el sol y la sed. Al anochecer escucharon que desde las líneas enemigas les gritaban que podían recoger a sus muertos y heridos sin temor, porque no les dispararían. Dos horas tardaron en recoger a 58 muertos y 174 heridos. De la sección de choque, formada por 41 hombres, murieron 24, entre ellos su alférez, y 14 resultaron heridos; solo tres quedaron ilesos. Los heridos fueron evacuados a Batea, donde alguno murió allí, mientras que los muertos quedaban al cuidado de los rezos de los capellanes.
Aunque el Tercio había sido aniquilado, no fue relevado y prosiguió combatiendo en los días siguientes. El día 21 ocupó la cota 443, aunque para su desgracia la falta de coordinación provocó que el “fuego amigo” de su artillería les causase cuatro muertos y 26 heridos. El 22 participó en la ocupación de otras tres cotas y el 23 hicieron prisionera a una compañía enemiga al tomar dos alturas más. En las siguientes jornadas siguieron combatiendo y sufriendo un goteo constante de bajas que, incluso, afectó a sus capellanes y, el día 27, las ametralladoras se quedaron sin servidores, por lo que tuvieron que ser transferidas a otra unidad. El día 29 cayó el último sargento del que aún disponían, por lo que se quedaron sin suboficiales; sus únicos mandos era el capitán y tres alféreces. Para acabar con los rumores que cuestionaban su capacidad de mando y arrojo, el capitán Martínez encabezó un asalto y resultó herido, debiendo entregar el mando de modo provisional del Tercio al alférez José Daunís, el más antiguo de los tres que quedaban. De los 906 hombres que habían llegado de Extremadura un mes antes, solo estaban indemnes tres alféreces y 109 soldados, un 15% del total. El resto eran bajas, entre ellos 154 muertos. Fue la unidad en toda la batalla del Ebro que sufrió más quebranto, seguida de la 2ª Bandera de Falange de Burgos, también encuadrada en la 74ª División, aunque con menos de la mitad de pérdidas.
Disolución del Tercio
Los requetés supervivientes fueron evacuados a Gandesa y, poco a poco, los heridos y enfermos que fueron sanando se reincorporaron, pero no fue posible volver a hacer operativo el Tercio. Así, cuando volvieron al frente el 12 de septiembre lo hicieron en segunda línea. A finales de mes recibieron un nuevo comandante, Norberto Baturone, y 367 soldados más que se trató que fuesen carlistas catalanes o, al menos, catalanoparlantes de Valencia o Baleares. Acababa la guerra en el Ebro, regresaron a Extremadura en donde participaron en los últimos combates que se dieron a finales de año en la zona y luego en la ofensiva final de marzo de 1939. Por fin, el 31 de julio de ese año, el Tercio llegó a Barcelona y tres meses después se disolvió. Se estima en unos 1.600 requetés los que pasaron por sus filas durante toda la guerra.
Como no podía ser de otra manera el monasterio de Monserrat jugó un papel muy importante en su identidad religiosa y en sus rituales. Allí depositaron las banderas al acabar la guerra y el 8 de octubre de 1939 iniciaron la construcción de una cripta, aunque la obra no se concluyó hasta 1961. En el mes de abril fueron trasladados los restos encontrados de todos sus excombatientes muertos contabilizados en la guerra, 317 en total, siendo consagrada por el abad de entonces Aureli M. Escarré. Una escultura de bronce que representa un requeté moribundo que contempla el monasterio, ubicaba en la cripta, fue inaugurada el 1 de mayo de 1963.
APARTADOS
Martí de Riquer, el excombatiente más ilustre
El erudito y humanista Martí de Riquer Morera, VIII Conde de Casa Dávalos, fue el combatiente que alcanzó más fama y merecido prestigio intelectual tras la Guerra Civil, llegando a ser senador por designación real y a coleccionar premios y distinciones diversas. Colaboró en la redacción de la letra del himno del Tercio y, de sus días en el Ebro dejó constancia en un diario que tituló Mi campaña. En él recoge duras vivencias, como el horror que experimentó al ver como cuerpos caídos de compañeros suyos eran destrozados bajo las cadenas de los tanques, o como recogió emocionado el banderín abandonado de la sección de choque en Punta Targa, días después del desastre. También anécdotas, como cuando la censura le vigiló al pedir por correo una pipa nueva que se la había roto en un cuerpo a tierra, al confundirla con un arma. Una herida posterior, poco antes de acabar la guerra, le dejó inútil el brazo derecho.
El impacto de la muerte
Uno de los 22 excombatientes que se ordenó sacerdote tras la guerra, explica así su vocación a raíz del suceso que vivió el 2 de agosto de 1938, en una posición de Villalba dels Arcs: “El impacto del obús de mortero me tiró encima al alférez Fermín Hostench. La sangre le salía a chorro de su pecho roto. Las bombas caían por todas partes y era imposible pedir ayuda. Respiraba fatigosamente, tenía los ojos en blanco y había perdido el color de la cara. Se me ocurrió decirle que, si por las moscas, rezáramos juntos el acto de contrición y que solo tenía que seguirme con el pensamiento. Asintió con la cabeza y empecé el Señor mío, Jesucristo… El herido, con la mirada vuelta a un lado de la chabola, repetía fatigosamente mis oraciones mientras su voz se iba apagando con un estertor, cada vez más lejana. No pudo continuar y ya solo movía los labios ensangrentados hasta que terminé la oración. Al poco me di cuenta que ya era solo un cadáver, pero sentí lo que nunca antes había sentido. Jamás había hecho un acto tan grande e importante como ayudar a morir a un hombre. Entonces decidí hacerme sacerdote.”