Resulta sorprendente, sobre todo teniendo en cuenta los fastos del pasado Tricentenario de 1714, como una guerra de sucesión dinástica ha pasado a constituir el hecho histórico de referencia para el independentismo catalán, cuando realmente sí existió una guerra de la “independencia” catalana a mediados del siglo XVII. Es lógico preguntarse pues, porqué la diada es el 11 de septiembre y no el 7 de junio, siendo a priori esta ultima fecha más acorde con el proyecto secesionista… ¿o tal vez no?
El levantamiento del 7 de junio de 1640 pasaría a la historia como el Corpus de Sangre. Los segadores concentrados en Barcelona se levantaron en armas pasando a cuchillo a todo representante de la corona que pudieron encontrar, incluyendo al virrey Conde de Santa Coloma. Sin necesidad de interpretaciones forzadas, los paralelismos entre aquella crisis catalana y la actual son evidentes: Una crisis institucional que se arrastraba por décadas entre el Estado representado por el Conde-Duque de Olivares y las instituciones catalanas y que acabó estallando en el contexto de una grave crisis económica y social. Sin duda las similitudes son indudables pero entonces ¿Por qué correr un tupido velo sobre la “Guerra dels Segadors”? La respuesta es sencilla; porque la aventura secesionista de 1640 no pudo salir peor.
Como decíamos, las instituciones catalanas y el Conde-Duque llevaban dos décadas a la greña. El Principado se negaba a participar en la Unión de Armas, ya que contravenía las leyes catalanas que impedían participar en operaciones militares fuera de sus fronteras (Princeps Namque), obligaba a la movilización militar y además, costaba una fortuna. Las malogradas e inacabadas Cortes de 1626 y 1632 tampoco ayudaron a mejorar el clima de tensión entre ambos poderes. Por un lado, la monarquía necesitaba recursos extras ante la cada vez más extenuada Castilla y por el otro, la oligarquía catalana no quería involucrarse en las guerras de la Corona.
Este tira y afloja continuó hasta el estallido de la guerra Franco-española en 1635. El Principado pasó a convertirse en línea de frente, pero ante la relativa calma del mismo la implicación en el esfuerzo bélico continuó siendo casi nula. Con el fin de forzar la situación, en 1637 Olivares decidió atacar la pequeña fortaleza francesa de Leucata justo en la frontera del Rosellón. Esta vez sí se movilizaron tropas catalanas que participaron en una campaña desastrosa que acabó en retirada. Dos años después los franceses contraatacaron tomando la fortaleza de Salces en el Rosellón y ya a esas alturas, la movilización militar era generalizada y los alojamientos en el norte de Cataluña cada vez más onerosos con una población fuertemente armada que no estaba acostumbrada a padecer los excesos militares típicos de los ejércitos de aquella época.
Los incidentes entre campesinos y soldados no tardaron en aparecer, mezclándose las algaradas del frente con los tumultos que estallaron en Barcelona protagonizados por segadores que hacía días que se reunían en la capital buscando trabajo sin éxito. El 7 de junio el orden público desapareció y las calles de Barcelona se tiñeron de sangre amenazando no solo a la Corona, sino a todo signo de poder. Poco a poco las autoridades catalanas lideradas por el diputado eclesiástico de la Generalitat Pau Claris aprovecharon la coyuntura para romper con el rey y de paso intentar canalizar la frustración de los sublevados únicamente hacia el Estado.
Muy pronto fueron conscientes que un Principado revuelto y sin ejército que mereciera de ese nombre no era rival para los tercios y los contactos con Francia no tardaron en llegar. Al Cardenal Richelieu le venía de perlas alejar hasta el Ebro su frente sur contra España, pero tampoco estaba dispuesto a meterse en el avispero catalán sin las suficientes garantías.
El 17 de enero de 1641, la Junta de Brazos (Cortes sin rey) declaró la Republica Catalana que no llegó ni siquiera a organizarse, ya que una semana más tarde, el 23 de enero, se nombró conde de Barcelona al Borbón Luis XIII de Francia. El motivo era muy sencillo. Los franceses no iban a involucrarse a no ser que Catalunya pasara a soberanía del rey francés. Con los tercios del Marqués de los Vélez a las puertas de la capital, Claris convenció al resto de sublevados que el único camino era someterse a las exigencias galas. Tres días más tarde De los Vélez sería derrotado por una coalición de catalanes y franceses en Montjuic. La ofensiva fracasó y empezó una guerra que duraría dos décadas.
A partir del desastre de Montjuic y sobre todo, después de la derrota del Marqués de Leganés en Quatre Pilans (Lleida, 1642), la política de Felipe IV varió, poniéndose en marcha un modelo que le llevaría finalmente a la recuperación del Principado, participando personalmente en la resolución del conflicto desplazando la Corte al frente. No se veía un rey español frente a sus tropas desde San Quintín en 1557.
La nueva política se sustentó en dos pilares: por un lado usó la fuerza mediante un ejército relativamente pequeño pero mejor preparado y financiado que la media del reino con el fin de evitar excesos con la población civil y por el otro, puso en práctica una política de perdón general, un perdón que excluyó a los instigadores de la secesión, pero que garantizó la conservación del sistema político catalán si se volvía al orden.
La primera prueba de fuego de la nueva política felipista tuvo lugar en 1644, cuando los tercios recuperaron Lérida. El rey hizo una entrada triunfal bajo palio portado por los cuatro paeres (concejales) de la ciudad como mandaba el protocolo, celebrando corridas de toros y fuegos artificiales. Antes de la toma de la ciudad, la Paeria (gobierno municipal) se alzó en armas contra los franceses hartos de los continuos abusos de la soldadesca y de sus mandos. No es de extrañar entonces, que cuando el rey Felipe entró en la ciudad frente a sus tropas lo hiciera como libertador, jurando en la Seu Vella respetar los Privilegios de la ciudad y las Constituciones (Fueros) de Cataluña.
La coronela o regimiento de la ciudad de Lérida luchó a partir de entonces codo con codo con los tercios acantonados en la ciudad, repeliendo dos asedios franceses. Uno en 1646 con una modesta participación del Batallón catalán levantado por los sublevados, y otro en 1647 dirigido por el Príncipe de Condé, que recibiría un varapalo considerable después de su ininterrumpida cadena de éxitos tras la batalla de Rocroi cuatro años antes.
Lo vivido en Lérida se repetiría en Barcelona en 1652: capitulación, perdón, obediencia y fueros. Finalmente, el conflicto acabó en 1659 con la firma del Tratado de los Pirineos que supuso la pérdida del Rosellón, dejando un Principado devastado y amputado.
No cabe duda que la aventura de 1640 supone un mal precedente para el llamado “procés”, que a algunos conviene enterrar en el olvido, no sólo porque fue rematadamente mal, sino porque marca el camino para la solución del conflicto cuando ya son demasiados los que se nutren de él.