La Guerra de Sucesión Española, ¿una guerra inevitable? Los Tratados de Partición (Tercera Parte)

La Guerra de Sucesión Española, ¿una guerra inevitable?

Los Tratados de Partición (Tercera Parte)

 

Por Pablo Fernández Lanau – 31 de octubre, 2022.

Treinta años después de la firma del Tratado de Partición de Viena, acordado entre Luis XIV y Leopoldo I en 1668, el monarca francés llegaba a un acuerdo con su homólogo británico, Guillermo III, y con los representantes de los Estados Generales de las Provincias Unidas de los Países Bajos, para impulsar primero y firmar después, el 11 de octubre de 1698, un nuevo Tratado de Partición. El tratado establecería un nuevo pacto entre potencias europeas para el reparto de los territorios de la Monarquía Hispánica a la muerte de Carlos II, si ésta se producía sin haber logrado el monarca español tener descendencia legítima.

Quedaba ya muy lejano el viejo acuerdo al que Luis XIV había llegado con Leopoldo I tres décadas antes y, además, muchos acontecimientos se habían producido desde entonces. El último de todos, en una fecha muy reciente[1], la firma del Tratado de Paz de Ryswick, que había puesto fin a la postrera guerra que el propio monarca francés había emprendido en 1688, al invadir y atacar con su ejército el Palatinado, tratando de anexionar un nuevo territorio a su obsesivo proyecto de Monarquía Universal francesa. En esta ocasión la agresión se dirigía a un territorio del Imperio, utilizando para ello una de sus justificaciones favoritas, como lo fue en aquel momento la defensa de los supuestos derechos hereditarios y patrimoniales de su cuñada, la princesa Isabel Carlota del Palatinado, segunda esposa de su hermano menor, Felipe de Orleans. Pero Luis XIV no se detuvo aquí, ya que, a partir de 1689 y en años sucesivos, el monarca francés continuó la expansión del conflicto bélico, atacando consecutivamente Saboya, Flandes y Cataluña; a lo que habría que añadir también, su intromisión armada a partir de 1689 en Irlanda, en apoyo al depuesto rey inglés, el católico Jacobo II Estuardo.

En otro orden de asuntos es necesario reseñar que, anteriormente, en las dos décadas que prosiguieron a la mayoría de edad de Carlos II, las maquinarias diplomáticas y las maniobras dinásticas, tanto por parte de los austríacos como de los franceses, se emplearon muy a fondo en Madrid con el objetivo de intentar decantar hacia sus respectivos intereses los designios de la Monarquía Hispánica.

Primero fue Luis XIV el que en 1679 consiguió promover y colocar a una sobrina suya como consorte del rey español. La joven, María Luisa de Orleans, era la hija mayor de su hermano menor, el antes mencionado Felipe de Orleans, y de su primera esposa, la princesa Enriqueta Ana, hija menor del rey Carlos I de Inglaterra. El matrimonio entre Carlos II y María Luisa fue concertado tras el Tratado de Paz de Nimega de 1678 y duró poco más de diez años. La joven reina falleció en 1689 con tan sólo 26 años de edad (parece ser que de apendicitis), sin haber dado descendencia a Carlos II y a la Monarquía Hispánica; una circunstancia cuya consecuencia inmediata fue que la cuestión sucesoria volvió a reavivarse.

En el mismo año de 1689, a los pocos meses de producirse el fallecimiento de María Luisa de Orleans, fue Leopoldo I de Austria el que movió ficha, logrando instalar en el trono de la Monarquía Hispánica, como nueva consorte de Carlos II, a la princesa María Ana de Neoburgo, hija del Elector del Palatinado-Neoburgo (feudo Imperial) y, sobre todo, una de las hermanas casaderas de su tercera y vigente esposa, la emperatriz austríaca, Leonor Magdalena de Neoburgo. Con ello trataba el Emperador de garantizarse una mayor influencia en la Corte de Madrid, manteniéndose a la expectativa por lo que pudiera acontecer, cerrando ese acceso a la Casa de Borbón e intentando obtener una posición de ventaja frente a las opciones sucesorias. Para la Monarquía Hispánica, además, la entonces princesa María Ana de Neoburgo era una buena candidata al matrimonio con Carlos II, ya que en base al histórico genealógico de la princesa palatina (fundamentalmente debido a sus ascendentes femeninos de la rama Hesse-Darmstadt, como su madre), las mujeres de su familia habían tenido una gran fecundidad en los matrimonios que habían contraído; por lo que cumplía con uno de los objetivos que se pretendían alcanzar mediante este enlace, quizás el principal, que no era otro que el asegurar la descendencia del monarca español, algo que preocupaba profundamente en la Corte madrileña.

Habida cuenta de que en ese 1689, todavía vivía la Reina madre, Mariana de Austria (hermana de Leopoldo I), el acceso a los intereses franceses en el entorno del monarca español en Madrid quedaba bloqueado, reducido tan sólo a la actividad desarrollada por el cuerpo diplomático y a las relaciones interpersonales de los distintos enviados de Luis XIV al centro neurálgico de la Monarquía Hispánica; unas relaciones que, por cierto, estaban muy enturbiadas y deterioradas en aquellos tiempos de guerras permanentes. A priori, los intereses austríacos podían tener ahora diversos interlocutores ante Carlos II, tanto por parte de su madre, hermana de Leopoldo I, como por su mujer, la reina consorte, María Ana de Neoburgo, hermana de la emperatriz austriaca.

No obstante, desde el punto de vista español, el matrimonio en 1685 de María Antonia de Austria, nieta de Mariana de Austria e hija de Leopoldo I y de su sobrina Margarita (hija de Mariana), con el Elector de Baviera (Emanuel Maximiliano II), introdujo la posibilidad de un factor bávaro en la ecuación sucesoria hispánica; hecho que tomó una relevancia definitiva y que se consolidó con el nacimiento en 1692 del príncipe José Fernando de Baviera (hijo de María Antonia y de Maximiliano). Este acontecimiento cambió sustancialmente la situación en cuanto a la defensa de los intereses del emperador Leopoldo I y de la rama austríaca de los Habsburgo en Madrid; pues a partir de ese momento, la Casa bávara de Wittelsbach, histórica rival de la Casa de Habsburgo al solio del Sacro Imperio Romano Germánico, entraba con pleno derecho a competir por la sucesión a la herencia de Carlos II.

Como ya se ha comentado anteriormente, en 1688, un año antes del fallecimiento de la reina María Luisa de Orleans, había estallado una nueva guerra, iniciada por Luis XIV y conocida historiográficamente como la Guerra de la Gran Alianza o Guerra de los Nueve Años). Así pues, durante nueve largos años la poderosa maquinaria de guerra del monarca francés, con un ejército permanente, tanto terrestre como marítimo, de más de cuatrocientos mil efectivos, entró en colisión con los ejércitos del resto de mandatarios europeos de sus territorios vecinos.

Unidos en la Gran Alianza de Augsburgo, Luis XIV tuvo que enfrentarse en esta ocasión a todos a la vez. Luchó enconadamente contra absolutamente todos (el Imperio, el ducado de Saboya, los Estados Generales, Inglaterra, España, Suecia, Baviera, Brandeburgo, Sajonia y Portugal) tanto por tierra como por mar; en este último caso, combatiendo contra las flotas de todos los países aliados, principalmente, contra las de las potencias marítimas emergentes, Inglaterra y los Estados Generales de las Provincias Unidas.

Así pues, desde dos años antes del comienzo de la última década del siglo XVII, la práctica totalidad de las cancillerías de la Europa occidental se vieron inmersas en una nueva guerra provocada por el rey francés; de tal manera que, nueve años más tarde, llegados al año 1697, el cansancio general era muy constatable. Además, algo había cambiado con respecto a décadas anteriores, ya que el conflicto bélico no había tenido los mismos efectos que en el pasado reciente, pues a pesar de haber conseguido algunas conquistas, los ejércitos de Luis XIV no habían logrado imponerse a sus rivales con la misma autoridad, contundencia y determinación que lo habían hecho en décadas precedentes. Sin embargo, lo que sí se había producido en el transcurso de los años era un efecto de extenuante agotamiento generalizado en todos los contendientes, después de tanto tiempo de permanentes enfrentamientos armados[2].

A esta situación de debilidad contribuían especialmente unas arcas públicas vacías y exhaustas tras las ingentes cantidades de dinero empleadas en interminables campañas militares, así como la situación de extrema precariedad de una población empobrecida a base de impuestos para costearlas; a lo que había que añadir unas relaciones comerciales muy dañadas y mermadas a causa de la guerra. A fuerza de ser pragmáticos, podría concluirse que la ocasión era óptima para detener la guerra e intentar rehacerse de los efectos de la misma, ya fuera por un periodo de tregua temporal o mediante un tratado de paz de más larga duración. De una forma imprevista y sin antecedentes que pudieran predecir lo que iba a suceder, el primero en dar un paso en esta dirección fue Luis XIV.

Después de tantos años de guerra, el interés del monarca francés por alcanzar un acuerdo de paz fue en general bien recibido, especialmente por parte del rey inglés Guillermo III y por las Provincias Unidas de los Países Bajos; aunque suscitaba algunas reticencias y recelos, dados los antecedentes que habían caracterizado la acción de gobierno de Luis XIV en las décadas precedentes. No obstante, una vez quedó patente, en el transcurso de las negociaciones preliminares protagonizadas por el mariscal Boufflers y el conde de Portland, que el monarca francés parecía mostrarse en esta ocasión muy conciliador y dispuesto a hacer bastantes concesiones, proponiendo incluso el desprenderse de una parte importante de los territorios de los que se había apropiado durante la guerra; ingleses y neerlandeses se avinieron a negociar.

En este sentido, ya en 1696, Luis XIV había conseguido alcanzar un acuerdo de paz con el duque de Saboya, lo que le garantizaba el no tener que desviar recursos bélicos en esa dirección y socavar, de paso, la unidad del bloque de la Gran Alianza; objetivo, este último, el de dividir y enfrentar a sus adversarios entre ellos, que siempre barajaba el monarca francés en sus gestiones diplomáticas. En cualquier caso, por primera vez, el rey francés parecía dar muestras aparentemente sinceras y contrastables de estar seriamente dispuesto a iniciar un diálogo, estableciendo unas firmes y auténticas negociaciones de paz con sus oponentes.

Como telón de fondo, sin duda, existía también una doble circunstancia que tuvo una especial incidencia en el cambio de postura de Luis XIV frente a la continuación o no de la guerra. Por una parte que, ya desde finales de 1696, era más que evidente, en base a todas las informaciones que llegaban desde Madrid, que Carlos II se encontraba en una fase de empeoramiento de su salud realmente definitiva, por lo que en no demasiado tiempo, quizás algunos meses o en unos pocos años, el desenlace de su vida se produciría inexorablemente; y, además, como hecho trascendente, era plausible que el monarca español, después de transcurridos ya siete años de infecundo matrimonio con su segunda esposa, fallecería muy probablemente sin descendencia legítima directa. Por otra parte, en 1696 se había dado a conocer el sentido del testamento que había decidido hacer el monarca español, designando como heredero universal de todos sus dominios al príncipe José Fernando de Baviera, un niño que por aquel entonces tenía apenas cuatro años de edad, hijo del elector de Baviera y nieto de la infanta Margarita de Austria[3], hermana de Carlos II y primera esposa del emperador Leopoldo I de Habsburgo.

Si para todas las cancillerías europeas en general la posibilidad de dar por finalizada la guerra era muy bienvenida, lo era especialmente para el monarca francés, para el que había llegado el momento de terminar de finiquitar esta última guerra y ocuparse más directamente de la sucesión española; con el añadido de trasladar a sus contendientes una muestra de generosidad y de buena predisposición para establecer con ellos acuerdos para la paz, actitud que esperaba rentabilizar políticamente en un futuro inmediato.

En Ryswick Luis XIV se desprendió de la mayor parte de los territorios conquistados por sus ejércitos durante los nueve años de guerra[4], devolviéndolos a sus anteriores dominios; obteniendo a cambio de ingleses y neerlandeses el beneficio de acordar la paz con ellos. La contrapartida para Guillermo III fue su reconocimiento como rey de Inglaterra por parte de Luis XIV y el abandono del monarca francés al apoyo que hasta ese momento había mantenido hacia el anterior rey inglés, Jacobo II, desentendiéndose de él en su pretensión de recuperar la corona inglesa; un reconocimiento de legitimidad que era muy importante para Guillermo III, pues, de alguna manera, cerraba la posibilidad de un cuestionamiento más que razonable de su entronización por la fuerza de las armas en 1688 en el solio de los Estuardo.

Por su parte, los Estados Generales recobraban una cierta tranquilidad y seguridad ante la amenaza anexionista francesa, al establecerse en Ryswick de nuevo su participación y colaboración en las guarniciones defensivas de algunas de las plazas de barrera de los Países Bajos españoles. En cuanto al resto de los aliados; el pacto alcanzado por los tres, forzó, de una manera u otra, a que tanto el emperador austríaco como el monarca español tuvieran que adherirse al Tratado de Paz, una vez acordado éste por parte de franceses, ingleses y neerlandeses. Los demás miembros de la Gran Alianza, con una implicación y afectación menor en la guerra, también hicieron lo mismo.

Despejado así el futuro inmediato de conflictos bélicos que dilucidar, la siguiente incógnita de gran calado a plantear en el ámbito de las relaciones diplomáticas europeas era la cuestión sucesoria de la Monarquía Hispánica, ya que era un tema de capital importancia para el balance de fuerzas entre las diferentes potencias del viejo continente. El asunto tenía, además, una dimensión no menor con respecto al comercio con los territorios de ultramar; un ámbito de interés económico y territorial en el que estaban concernidas e implicadas las principales cancillerías europeas, a excepción del Imperio, cuya presencia naval en el tráfico transoceánico y sus intereses territoriales fuera de Europa eran prácticamente inexistentes.

Dando un paso más hacia la consecución de sus objetivos y como continuación al éxito que supuso para Luis XIV el conseguir acordar en septiembre de 1697 el Tratado de Paz de Ryswick, el monarca francés retomó la iniciativa, promoviendo e impulsando un nuevo tratado de partición de la Monarquía Hispánica: el Tratado de Partición de La Haya, concluido en octubre de 1698.

En él, otra vez Francia, esta vez junto a sus recién estrenados aliados, socios y/o cómplices, Inglaterra y los Estados Generales de las Provincias Unidas de los Países Bajos, acordaban el reparto de los territorios de la Monarquía Hispánica a la muerte del monarca español sin descendencia, ajustándolo en parte al último testamento de Carlos II y a los intereses de los firmantes. Un nuevo Tratado de Partición de la Monarquía Hispánica se ponía así en marcha: el segundo después del de Viena de 1668.

En cuanto al texto de este Tratado de Partición de La Haya de 1698, es importante señalar varios aspectos del mismo:

-Se plantea el Tratado como una continuación más avanzada a lo conseguido en Ryswick, con el objetivo, según los firmantes, de prevenir circunstancias que puedan acarrear nuevas guerras en Europa.

-El Tratado consta de quince artículos, en los que se desgranan tanto los motivos y justificaciones que se esgrimen para llegar a ese acuerdo, como las especificaciones que se comprometen a impulsar y garantizar todos juntos en el reparto que hacen de los dominios de la Monarquía Hispánica, ante el previsible fallecimiento en no mucho tiempo y sin descendencia de Carlos II.

Se asigna al Delfín de Francia, hijo del rey Luis XIV, la herencia de los territorios de la Monarquía Hispánica correspondientes a: los reinos de Nápoles y de Sicilia; el marquesado de Final, en la costa de Liguria; los Presidios de la Toscana y una parte de la isla de Elba, con su costa adyacente del Piombino; y la totalidad de la provincia de Guipúzcoa, con mención expresa de Fuenterrabía, San Sebastián y del puerto de Pasajes.

Se asigna al Archiduque Carlos de Austria, segundo hijo del emperador Leopoldo I, la herencia del ducado de Milán.

Se asigna al Príncipe Hijo mayor del Elector de Baviera la Corona de España, con todos los Reinos, Lugares Dependientes, Estados, Provincias y Plazas existentes en el presente, a excepción de lo consignado anteriormente para el Delfín y el Archiduque.

-Se establece, además, la necesidad de la renuncia explícita de todos ellos[5], para siempre, a los derechos y pretensiones de las porciones territoriales y dominios de la Monarquía Hispánica asignadas en este tratado a los otros herederos; convirtiéndose los firmantes del tratado en los Garantes de la seguridad en el reparto.

-También se especifica que en caso de rechazar este tratado el Emperador, el Rey de Romanos o el Duque de Baviera, y no adherirse al mismo, los territorios asignados serán gestionados en fideicomiso por los gobernadores actuales, bajo la dependencia fiduciaria de los dos monarcas firmantes del Tratado y de los Estados Generales, hasta que quienes lo tienen asignado en el Tratado o quienes decidan los signatarios del mismo se hagan cargo de ellos; impidiendo los firmantes que por la fuerza ninguno de ellos pueda tomar posesión de la parte y porción asignadas a los otros.

-Fallecido el rey de España sin descendencia, los dos monarcas y los representantes de los Estados Generales se obligan a garantizar la toma de posesión de los territorios asignados a cada uno de los Príncipes en este tratado, haciendo todo lo posible y necesario para que cada uno de ellos pueda hacerse cargo de dicha posesión. También se comprometen a darles toda la asistencia y los socorros por Tierra y por Mar que sean precisos para reducir por la fuerza a aquellos que se opongan a la ejecución de la misma, asistiéndose los firmantes mutuamente en caso de ser atacados en el ejercicio de la ejecución de lo acordado en las cláusulas de dicho tratado.

-El Tratado venía acompañado de cinco artículos secretos, así como de los plenos poderes en la negociación para el conde de Tallard y los negociadores ingleses y neerlandeses, añadiéndose al mismo la renuncia expresa a la Corona de España del Delfín de Francia. También se adjuntaban tanto la ratificación del Tratado por Luis XIV como el poder y la autorización del monarca francés a su hijo para ejecutar en su nombre todos los actos necesarios para el mismo propósito.

Como puede verificarse, el reparto establecido en este Tratado de Partición de 1698 tiene pocas similitudes y bastantes características muy diferenciadas con el que acordaron en 1668 Luis XIV y Leopoldo I. Tratemos de analizarlo brevemente:

La novedad más significativa y trascendente del Tratado, desde un punto de vista político e institucional, es el profundo cambio en los sujetos jurídicos beneficiarios de la herencia acordada en el reparto. En el Tratado de 1668 eran los propios titulares en ejercicio de ambas monarquías, Leopoldo I y Luis XIV, sobre los que recaía directamente la herencia, por lo que ésta pasaba a formar parte automáticamente del conjunto patrimonial de sus Coronas. Por el contrario, en este Tratado de 1698, la herencia no recaía directamente sobre los titulares de las coronas sino sobre descendientes de ellos, aunque con algunos matices que es interesante reseñar. Mientras el candidato a la herencia por parte de Francia era el hijo único legítimo de Luis XIV y, por tanto, primero en la línea sucesoria de su Corona; el de la herencia austriaca era el hermano menor de los dos hijos varones de Leopoldo I y, por tanto, segundo en el orden sucesorio de la corona austriaca, ya que el primero era su hermano mayor, José, el Rey de Romanos.

También es de destacar el hecho de que en el Tratado de 1668 los beneficiarios del reparto son los dos firmantes del mismo, Leopoldo I y Luis XIV, Austria y Francia; mientras que en este de 1698, sólo uno de los firmantes, el delfín de Francia (por parte francesa), es directamente beneficiario de parte de la herencia repartida: los otros dos beneficiarios, el príncipe hijo del elector de Baviera y el archiduque Carlos de Austria (la parte bávara y austríaca), no participan en la elaboración del acuerdo ni en su firma; aunque en el propio texto del Tratado se les anime a adherirse al mismo, al igual que al resto de las cancillerías europeas. En este caso, Inglaterra y las Provincias Unidas, los otros firmantes de este Tratado, no reciben parte alguna en el reparto. Parece éste un hecho diferencial muy significativo entre los Tratados de Partición de 1668 y de 1698.

Otra novedad muy importante de este nuevo Tratado es la aparición en el mismo, como heredero de una parte muy sustancial de la Monarquía Hispánica, del hijo del Elector de Baviera y Gobernador de los Países Bajos españoles, Enmanuel Maximiliano II.

El pequeño príncipe José Fernando de Baviera, nacido en 1692, era el único hijo superviviente del matrimonio entre el Elector de Baviera (Maximiliano) y la archiduquesa María Antonia de Austria (hija del propio emperador Leopoldo I y de su primera esposa, la infanta española Margarita, hija a su vez de Felipe IV y de Mariana de Austria). Aunque no se le designe por su nombre propio en el texto del tratado, a diferencia del archiduque Carlos de Austria, el príncipe José Fernando aparece como el más favorecido en el reparto; hecho que sin duda viene relacionado con el testamento que en 1696 había realizado Carlos II en favor del príncipe bávaro y la voluntad de fomentar la falta de sintonía entre el Elector de Baviera y el Emperador austríaco, un hecho que trataba de potenciar Luis XIV para debilitar la cohesión entre sus potenciales rivales, lo que le permitía reforzar sus intereses.

La herencia francesa sufre alguna variación, pero sigue siendo bastante equivalente en relación al Tratado de 1668. En este nuevo reparto pierde los Países Bajos españoles[6], sin contar el Franco Condado, que ya estaba anexionado a Francia desde el Tratado de Nimega (1678); pierde también las Islas Filipinas orientales y los lugares situados en las costas de África, así como el reino de Navarra y el puerto de Rosas; pero mantiene en la asignación su herencia de los reinos de Nápoles y de Sicilia; ganando en este nuevo Tratado el marquesado de Final, los Presidios de la Toscana y una parte de la isla de Elba, así como la totalidad de la provincia de Guipúzcoa.

Sin embargo, en relación al anterior Tratado de partición, donde existe una mayor variación en el reparto entre ambos acuerdos es, sin duda, en la herencia austríaca, que queda reducida a tan sólo el ducado de Milán y sin ni siquiera darle salida al Mediterráneo a través de los territorios de los Presidios o de Final; despojándole, además, de la herencia de Cerdeña. La Casa de Habsburgo lo perdía prácticamente todo. Se podría afirmar que el gran damnificado desde un punto de vista hereditario en la partición asignada en este Tratado de 1698 no es otro que el emperador Leopoldo I; especialmente significativo si se tiene en cuenta que había sido el principal beneficiario del Tratado de Viena de 1668, con una ingente cantidad de territorios asignados para él en el texto del mismo, explicitado en el acuerdo que estableció entonces con Luis XIV.

El monarca francés había conseguido un gran éxito diplomático. Mediante este Tratado de Partición de 1698, conseguía resquebrajar la unidad de la Gran Alianza de Augsburgo y consolidaba su reconocimiento como sujeto jurídico con derecho hereditario sobre los territorios pertenecientes a la Monarquía Hispánica por parte de las dos mayores potencias marítimas europeas del momento, contra las que combatía tan sólo un año antes; haciéndolo, además, en la figura de su heredero directo, su único hijo legítimo, el Delfín, depositario final de los derechos dinásticos de la Corona francesa. Si en 1668 Luis XIV había logrado de su rival, de Leopoldo I, el reconocimiento de que a él le correspondían también unos derechos sucesorios sobre la herencia patrimonial de la Monarquía Hispánica; ahora, treinta años después, conseguía también de Guillermo III de Inglaterra y de los mandatarios de los Estados Generales de las Provincias Unidas de los Países Bajos similar homologación; añadiendo a este logro el minimizar la porción de la herencia española que quedase asignada en el reparto directamente a la Casa de Habsburgo.

Analizando el Tratado de la Haya puede comprobarse el intento de los firmantes de aparentar el ajustarse en parte a los designios del testamento elaborado por Carlos II. El Tratado en sí mismo es tan intolerable como lo fue el de 1668, pues es también una intromisión inaceptable e inasumible en la soberanía española, aunque en la ocasión anterior no fuera hecho público por los firmantes y se mantuviera en secreto en las cancillerías francesa y austríaca. Es además un Tratado ilegítimo, como también lo fue el anterior, ya que la sucesión a la Monarquía Hispánica debía dilucidarse en base a las leyes sucesorias existentes en España, no por los pactos a los que pudieran llegar otras potencias. Por si esto fuera poco, en el texto del tratado se desintegraba la Monarquía Hispánica en pedazos, hecho que parecía más una provocación para irritar al rey español y a la Corte de Madrid que algo verosímil, sabiendo de antemano que era del todo impropio e inaceptable. Sin embargo, no es menos cierto, que el texto del Tratado le da una preponderancia significativa en el reparto al elegido como heredero por el monarca español en su testamento, como acto de condescendencia milimétricamente estudiado por Luis XIV en refuerzo de las intensas gestiones diplomáticas que, ya desde los meses previos a la paz de Ryswick, realizaban sus embajadores en la Corte de Madrid, en beneficio de los intereses dinásticos de la Casa de Borbón sobre la anhelada herencia española. En cualquier caso, su recorrido para poder ser tenido en cuenta, aunque sólo fuera mínimamente, era inexistente, al no garantizar el mantenimiento de la integridad territorial de la herencia de la Monarquía Hispánica.

Como era de esperar, una vez se tuvo conocimiento público de la existencia del Tratado de Partición de La Haya de 1698 y el contenido del mismo, tanto en la Corte de Madrid como en la de Viena la indignación, el rechazo, los reproches y las protestas oficiales a nivel diplomático no se hicieron esperar; no adhiriéndose al Tratado ninguna de las dos cancillerías. Lo más hiriente del tema estaba en constatar cómo tanto ingleses como neerlandeses, dos de los aliados de España en la guerra que acababan de finalizar unos meses antes contra Francia, se habían puesto de acuerdo con Luis XIV para desmembrar la Monarquía Hispánica si Carlos II moría finalmente sin descendencia. La fiabilidad de los dirigentes de Inglaterra y de los Estados Generales de los Países Bajos quedaba manifiestamente en entredicho.

Aunque los motivos de ambas negativas eran bien distintos[7], ninguno de los Habsburgo se avino a tomar el Tratado en consideración, aunque se dieran por enterados de su existencia. No obstante, habida cuenta que Carlos II todavía seguía con vida, la partida por la herencia de la Monarquía Hispánica continuaba vigente; de tal manera que nuevas situaciones y circunstancias sobrevenidas en no mucho tiempo podrían, llegado el caso, venir a introducir modificaciones importantes para la resolución final del ya inminente desenlace del conflicto sucesorio.

Y, efectivamente, así sucedió. En no demasiado tiempo, la fuerza del destino aportó una nueva variante en el tablero de la Historia.

El 6 de febrero de 1699, a la edad de 6 años, tres meses y ocho días, fallecía en Bruselas repentina y prematuramente, entre terribles vómitos y cólicos, el príncipe José Fernando de Baviera; afectado por una inflamación gastrointestinal y la infección resultante de la misma, que se extendió rápidamente por todo su organismo, llegando incluso a desembocar en una gravísima meningitis aguda; una situación que le produjo finalmente un fallo cardiovascular que le llevó a la muerte. Las verdaderas causas del modo en que contrajo la enfermedad el pequeño príncipe no se pudieron determinar con precisión por las limitaciones científicas de la época, ni fueron confirmadas con total seguridad por los médicos que le atendieron, lo que produjo serios conflictos diplomáticos en aquellas fechas: la teoría de la conspiración y de un posible envenenamiento comenzó a tomar cuerpo.

Así pues, el padre de la criatura, Maximiliano II Enmanuel de Baviera, Elector de Baviera y Gobernador de los Países Bajos españoles, se negó a reconocer la causa natural de la muerte de José Fernando y mantuvo la postura de que existieron intereses políticos de alguno de sus enemigos, especialmente de los austriacos de la Casa de Habsburgo, tras la enfermedad y el fallecimiento de su hijo, buscando la eliminación de la Casa de Wittelsbach de la herencia de la Monarquía Hispánica. La sombra de la sospecha sobre la participación de agentes a sueldo de la cancillería austríaca en el no descartable magnicidio del pequeño príncipe comenzó a extenderse por diversas cancillerías, muy especialmente en la española, donde Maximiliano, como Gobernador de los Países Bajos españoles en ejercicio, tenía un gran predicamento.

Sin entrar en especulaciones, pero admitiendo que no existe a día de hoy una certeza científica absoluta de que José Fernando de Baviera falleciese a causa de una enfermedad contraída de forma natural, cabría hacerse un par de preguntas muy pertinentes para una reflexión política y, sobre todo, histórica: ¿A quién perjudicaba la existencia de José Fernando de Baviera y su posicionamiento como futuro heredero total o parcial de la Monarquía Hispánica? Y, por el contrario, ¿A qué intereses beneficiaba su existencia? Reflexionen y establezcan posibles hipótesis. Finalmente, si no existen certezas concluyentes, la realidad de la política y de la condición humana nos enseña que casi todo es posible.

En cualquier caso, especulaciones aparte, de lo que no cabe duda es que este lamentable e imprevisible hecho vino a trastocar el testamento que Carlos II había redactado en 1696 y ratificado en 1698, declarando en él a José Fernando de Baviera heredero universal de la Monarquía Hispánica. Por otra parte, el fallecimiento del príncipe bávaro también afectó gravemente al Tratado de Partición de 1698, firmado cuatro meses antes por Luis XIV y sus nuevos socios, Inglaterra y las Provincias Unidas; en donde la parte principal de la herencia hispánica recaía también sobre el mismo Príncipe. Así pues, la desaparición de esta manera tan dramática como inesperada del candidato bávaro a la herencia de la Monarquía Hispánica, hizo que a partir de ese 6 de febrero de 1699 el testamento de Carlos II y el Tratado de Partición de La Haya quedaran totalmente obsoletos.

Mientras tanto, el estado de salud de Carlos II se iba deteriorando progresivamente, precipitándose inexorablemente hacia el abismo de un desenlace fatal no muy lejano, manifestado en un empeoramiento de su salud cada vez más evidente y alarmante. La sucesión de la monarquía española se encontraba de nuevo en ese año de 1699 frente a una encrucijada de compleja solución, totalmente bloqueada ante la debilidad e incapacidad del monarca, sometida a una presión especulativa y cada vez más patente interés ajeno, sin apenas capacidad de respuesta inmediata y casi en un punto muerto. Desaparecido José Fernando de Baviera, ¿en quién recaería la inmensa herencia de la sucesión a la Monarquía Hispánica? El conflicto sucesorio y las decisiones que en este sentido deberían emprenderse en los siguientes meses en la Corte madrileña, así como la respuesta del resto de cancillerías europeas que capitalizaban el interés mostrado en este asunto, deberían tomar un nuevo rumbo.

Tras el luctuoso suceso de la muerte de José Fernando de Baviera, Luis XIV, como casi siempre, sería el primero en mover ficha y volver a tomar la iniciativa. Intensificó el monarca francés sus acciones diplomáticas a través de su embajador en Madrid, para intentar establecer vínculos más estrechos con los miembros del Consejo de Estado y el entorno más próximo a Carlos II, tratando de obtener una mayor influencia a la hora de que se tuvieran en cuenta las pretensiones francesas (de la Casa de Borbón) en la elaboración del nuevo testamento que, con toda seguridad, el monarca español debería redactar y firmar antes de fallecer. Además, para continuar con la estrategia mantenida desde la firma del Tratado de Ryswick, el rey francés impulsó un nuevo Tratado de Partición con Inglaterra y los Estados Generales de las Provincias Unidas de los Países Bajos.

El nuevo rumbo que la deriva de los acontecimientos sobrevenidos había obligado a marcar iría así tomando forma.

Continuará …….

 

 

[1] 20 de septiembre de 1697

[2] También para Francia

[3] La famosa niña de cabellos rubios, personaje central del cuadro La Familia de Felipe IV, más conocido como Las Meninas, pintado en 1656 por Diego Velázquez.

[4] Los territorios ocupados en Cataluña de Rosas, Bellver, Gerona, Barcelona y diversas villas, plazas fuertes y castellanías del Principado; así como el Ducado de Lorena y las fortalezas de Mons, Courtrai, Luxemburgo, Namur, Ypres, Friburgo, Breisach y Philippsburg.

[5] El Delfín de Francia, el Archiduque Carlos de Austria y el Príncipe elector de Baviera (en la minoría de edad de su hijo)

[6] Lo que congratula y mucho a los neerlandeses

[7] En Madrid, por la intromisión que ello suponía en los asuntos de España; y en Viena, porque el Emperador aspiraba en ese momento a la herencia al completo.

Article anteriorDefunció de la historiadora María Rosa de Madariaga
Article següentLos asedios de Lleida. La campaña de socorro de 1646

DEIXAR RESPOSTA

Per favor introdueixi el seu comentari!
Per favor introdueixi el seu nom aquí