La Guerra de Sucesión Española, ¿una guerra inevitable? Los Tratados de Partición (Cuarta Parte)

La Guerra de Sucesión Española, ¿una guerra inevitable?

Los Tratados de Partición

(Cuarta Parte)

 

 

Entre el 13 y el 25 de marzo de 1700 se firmaron, consecutivamente en Londres y en La Haya, las capitulaciones correspondientes al Tercer Tratado de Partición de la Monarquía Hispánica en lo que se llevaba de siglo XVII.

Actualizaban así, tanto el monarca francés como el rey inglés y los representantes de los Estados Generales de las Provincias Unidas de los Países Bajos, el Tratado de Partición de la Haya de 1698[i], dando respuesta a la nueva situación sobrevenida tras el fallecimiento del príncipe José Fernando de Baviera en 1699.

En este nuevo tratado, el Tratado de Partición de Londres de 1700, que venía a sustituir al anterior, se reasignaban las posesiones que heredarían los candidatos a la sucesión de la Monarquía Hispánica en caso de morir sin descendencia directa legítima el rey Carlos II de España, hecho que ya se daba por descontado en todas las cancillerías europeas; adecuando así las asignaciones correspondientes al importante cambio que se había producido al desaparecer como candidato a la sucesión el príncipe bávaro.

Al contrario de lo sucedido en el Tratado de Partición de 1698[ii] y antes de cerrarse definitivamente el acuerdo entre los firmantes, en el transcurso del verano y del otoño de 1699, intentaron los negociadores franceses, ingleses y neerlandeses desplazados a Viena, siguiendo las indicaciones de Luis XIV, de Guillermo III y de los mandatarios de las Provincias Unidas de los Países Bajos, que al Tratado se adhiriera el Emperador austríaco desde un primer momento, antes de ratificarlo ellos con las firmas correspondientes. La negativa de Leopoldo I fue rotunda, ya que tras el fallecimiento de José Fernando de Baviera aspiraba[iii] a que su hijo menor, el archiduque Carlos, fuera designado por Carlos II como heredero universal de la totalidad de la Monarquía Hispánica.

Leopoldo I confiaba plenamente en la gestión que sus enviados plenipotenciarios, embajadores y diplomáticos habían realizado y mantenían a tal efecto en la capital de la Monarquía Hispánica, así como en la información que de ellos recibía; lo que le inclinaba a pensar que su labor sería suficiente para garantizar que Carlos II eligiese en su testamento como sucesora de sus dominios a la línea austríaca de la casa de Habsburgo. En este sentido, el monarca austriaco estaba seguro y convencido, tanto de la capacidad como de la competencia de su fiel amigo de la infancia y experimentado embajador, el conde Fernando Buenaventura de Harrach[iv], al que nombró embajador plenipotenciario en Madrid entre los años 1697 y 1698; así como en la continuación de su labor por parte de su sucesor en el cargo, su hijo, el conde Luis Tomás de Harrach[v].

También contabilizaba en su haber el Emperador la influencia que presumiblemente ejercían en la Corte madrileña y en el propio monarca español los partidarios de una sucesión que mantuviese los dominios de dicha monarquía bajo los auspicios de la Casa de Habsburgo; persuadido del poder que el ascendiente dinástico que atesoraba la candidatura austríaca, basado en los estrechos lazos de sangre que por generaciones ambas familias habían mantenido entre ellas, sería un factor absolutamente determinante para decantar la decisión testamentaria de Carlos II hacia sus postulados.

Por si estos motivos favorables no fueran suficientes, por contra, el hecho de que el Tratado al que pretendían que se adhiriese Leopoldo I contemplara que la herencia del ducado de Milán no recayese sobre su hijo, el archiduque Carlos, es decir, que ese territorio transalpino quedase fuera de los dominios de la Casa de Habsburgo, suponía un planteamiento emocional del todo inadmisible e innegociable para los intereses austríacos, haciendo imposible el encontrar resquicio alguno para el acuerdo y dando pábulo, además, a una justificación más que tangible para rechazar el ofrecimiento; ya que el Milanesado, por sí mismo y por la posibilidad que ofrecía de salida hacia el mar Mediterráneo, era un territorio de la Monarquía Hispánica sobre el que históricamente tuvieron siempre un especial interés y preferencia en la Corte vienesa, tanto por parte de los diferentes emperadores que ocuparon el solio austriaco como por parte de la inmensa mayoría de la clase dirigente imperial.

Convencido de que finalmente sería su hijo Carlos, el archiduque, el elegido por el monarca español para heredar su vasta monarquía, Leopoldo I rechazó el participar en el acuerdo que le propusieron franceses, ingleses y neerlandeses, no adhiriéndose a este nuevo Tratado de Partición, a pesar de ser la Casa de Habsburgo la más beneficiada en el nuevo reparto. Tres décadas después del Primer Tratado de Partición, el de Viena de 1668, que él mismo acordó entonces con Luis XIV, al emperador austríaco ya sólo le servía ahora recibir toda la herencia, seguro como estaba de que la obtendría en el testamento de su sobrino Carlos (Carlos II): una apuesta arriesgada por el todo que resultaría a la postre poco realista y que acarrearía en no mucho tiempo graves consecuencias.

En cuanto al Tratado en sí, los contenidos articulares del mismo, así como las justificaciones y motivaciones que esgrimen los firmantes en él, son de una índole semejante al de 1698; variando sólo, sustancialmente, en la asignación de territorios y dominios a heredar por los distintos candidatos.

En este caso, el texto del Tratado de Partición de Londres de 1700 contempla el reparto de la herencia de la Monarquía Hispánica como sigue:

-Asigna al Delfín de Francia, hijo del rey Luis XIV, la herencia de los territorios de la Monarquía Hispánica correspondientes a los reinos de Nápoles y de Sicilia; el marquesado de Final, en la costa de Liguria; los Presidios de la Toscana y una parte de la isla de Elba, con su costa adyacente del Piombino; y la totalidad de la provincia de Guipúzcoa, con mención expresa de Fuenterrabía, San Sebastián y del puerto de Pasajes. También establece la asignación al Delfín de los ducados de Lorena y de Bar, territorios que, aunque no estaban bajo el dominio del monarca español, se utilizaban en el Tratado como canje por el ducado de Milán.

 -Asigna al Duque de Lorena, Leopoldo I de Lorena, la herencia del ducado de Milán[vi], excepto del condado de Bitche, que es asignado al Príncipe de Vaudemont[vii].

-Asigna al Archiduque Carlos de Austria, segundo hijo del emperador Leopoldo I, la herencia de la Corona de España, con todos los Reinos, Lugares Dependientes, Estados, Provincias y Plazas existentes en el presente, a excepción de lo consignado para el Delfín de Francia, el Duque de Lorena y el Príncipe de Vaudemont.

Analizando a fondo el texto de este Tratado de Londres y comparándolo con los de 1668 y 1698, podemos constatar que, de alguna manera, una vez desaparecida de la ecuación sucesoria la figura del candidato bávaro, el príncipe José Fernando de Baviera, que marcó una profunda merma en los territorios de la herencia que se asigna a los austriacos en el Tratado de La Haya de 1698, se regresa a un planteamiento equivalente al del Tratado de Viena de 1668; al menos en cuanto al reparto de territorios asignados a las Casas de Habsburgo y de Borbón[viii].

Comparando ambos Tratados de Partición, el de 1668 y el de 1700, es bien cierto que en este último la Casa de Habsburgo pierde la herencia del ducado de Milán, pero en compensación, no es menos cierto que gana la de los Países Bajos españoles y de las Islas Filipinas Orientales, territorios que en el Tratado de Viena de 1668 los monarcas firmantes (Luis XIV y Leopoldo I) asignaron a la Casa de Borbón. En cuanto a la herencia de la Casa de Borbón podemos valorar como equivalente, aunque un tanto a la baja, la relación de dominios asignados en la comparación entre ellos, pues, aunque gana los ducados de Lorena y de Bar en el intercambio territorial que hace con el Duque al asignarle a este último el Milanesado, pierde la herencia de los Países Bajos españoles.

Es interesante señalar, además, que hay en este Tratado de Londres de 1700 una cláusula que es definitoria e importante, la octava (VIII). En ella se acuerda que el archiduque Carlos no podrá en ningún caso pasar a España ni al ducado de Milán en vida de S. M. Católica (Carlos II) sin común consentimiento de los firmantes del Tratado y no de otra manera. Se aseguraban así los firmantes, en especial Luis XIV, la imposibilidad de tener que expulsar a un posible candidato que podría haber acumulado en un tiempo determinado muchas adhesiones en la Corte española y en los territorios en donde estuviese presente. No obstante, es necesario significar que Leopoldo I tampoco estaba por la labor, harto solicitada desde Madrid por sus diplomáticos desde hacía años.

Así pues, con el impulso y materialización de este último Tratado de Partición, Luis XIV había conseguido actualizar y reestablecer el pacto al que llegó en 1698 con ingleses y neerlandeses para el asunto de la sucesión de la Monarquía Hispánica; volviendo a definir su posicionamiento en la misma y adecuándolo a la situación sobrevenida. Se cerraba así en ese mes de marzo de 1700, por el momento, uno de los frentes en los que fundamentó el monarca francés la estrategia para lograr su anhelado objetivo, que no era otro que el de consolidar una hegemonía dinástica de la Casa de Borbón frente a sus competidoras europeas, especialmente frente a la Casa de Habsburgo, construyendo una Monarquía Universal francesa para gloria de su persona, de su proyecto político y de su linaje[ix]; a costa, como no podía ser de otra manera, de apoderarse de parte de los dominios de sus vecinos y rivales, priorizando en cada momento entre ellos los del más accesible, débil y vulnerable de todos, que en muchos de los casos fueron los dispersos territorios europeos de la mastodóntica Monarquía Hispánica[x].

Esa obsesión y fijación por apoderarse con sus ejércitos de territorios hispanos y de debilitar el Imperio Español era algo en lo que el monarca francés era recurrente, pues llevaba haciéndolo desde hacía cinco décadas, desde el mismo momento en que accedió formalmente al trono de Francia[xi]. Una política de anexiones que no era nueva, sin duda, ya que no dejaba de ser una prolongación de la agresiva política de expansión territorial que en este mismo sentido desarrolló su padre, Luis XIII, bajo la batuta del influyente y todopoderoso cardenal Richelieu, personaje que, desde su responsabilidad de Primer ministro del Reino, puso las bases del absolutismo y del centralismo como modo de gobierno y modelo de estado en Francia, un sistema político que alcanzaría su máxima expresión y desarrollo en el reinado de Luis XIV.

En el frente de la diplomacia, en Madrid, desde la firma de la Paz de Ryswick en septiembre de 1697, el recién nombrado embajador extraordinario francés, Henri d’Harcourt —un experimentado teniente general y mariscal de campo de los ejércitos de Luis XIV, con una trayectoria militar muy dilatada y que había participado ejerciendo diversos mandos de responsabilidad en la última gran contienda europea (la Guerra de los Nueve Años)— desplegaba todas las cualidades que atesoraba su poliédrica personalidad para poner en valor la legitimidad de los derechos del delfín de Francia al trono de la Monarquía Hispánica; desarrollando para ello una intensísima actividad en la Corte madrileña durante más de dos años, con la que trataba de ganar voluntades para la candidatura borbónica entre la alta nobleza española.

Era el embajador francés un hombre ingenioso y con una gran conversación, capaz de combinar con gracia una cierta rudeza, propia de un curtido soldado, con los modos del comportamiento social más exquisito que la dinámica de relaciones en una corte requerían. El marqués[xii] de Harcourt tenía un temperamento alegre y divertido, siendo, además, un individuo muy agradable en el trato y extremadamente afable; lo que le dotaba de un atractivo especial en sus relaciones sociales y políticas. El trabajo que hizo Henri d’Harcourt[xiii] como abanderado de la causa borbónica ante los Grandes de España y los miembros del Consejo de Estado fue muy meritorio, eliminando en muchos cortesanos y madrileños la antipatía que todo lo francés producía en su ánimo; algo comprensible después de tantas décadas de continuos enfrentamientos bélicos.

Aún y así, Henri d’Harcourt fue relevado de su función en marzo de 1700, sustituido por Jean-Denis Blécourt, su más cercano colaborador en la embajada; que fue a partir de ese momento el diplomático francés que culminaría con éxito en unos pocos meses más el trabajo de su antecesor, ya en la parte final del reinado de Carlos II.

El marqués de Harcourt regresó a Francia en mayo de 1700, y en octubre de ese mismo año Luis XIV le asignó el mando del ejército francés acantonado en lo que hoy es el sur del departamento francés de los Pirineos Atlánticos, entre las inmediaciones de la cara norte de las estribaciones de los Pirineos occidentales y la cuenca sur del río Adur. Harcourt quedó situado con su ejército en una buena disposición para cruzar los Pirineos y penetrar en la península ibérica a la altura de Navarra o de la provincia de Guipúzcoa, sólo a la espera de recibir la orden de su monarca para ello; quizás para ejecutar manu militari los acuerdos contenidos en el Tratado de Partición de Londres de 1700, en lo que hacía referencia a la provincia de Guipúzcoa. En cualquier caso, nunca lo sabremos, porque nada de eso ocurrió.

Lo que sí hizo Luis XIV de una manera inmediata, una vez dado a conocer el testamento de Carlos II, fue el recompensar al marqués de Harcourt, premiando los servicios que había prestado en Madrid como embajador de Francia desde 1697 hasta 1700 y los resultados cosechados por su gestión, al nombrarle de nuevo embajador plenipotenciario en Madrid ante Felipe V y, en ese mismo mes de noviembre de 1700, otorgándole la categoría nobiliaria de Duque.

Había algo obvio que tanto Luis XIV como Leopoldo I deberían conocer con toda seguridad. No había que ser un experimentado político para saber que en ningún caso Carlos II estaba dispuesto a desmembrar la herencia que había recibido de sus antepasados en el testamento que debería firmar antes de morir. Además, esta posición del monarca español estaba en total sintonía con la de los miembros de su Consejo de Estado y de la alta nobleza que conformaba la clase dirigente de la Monarquía Hispánica[xiv]. Por tanto, la cuestión a dilucidar se planteaba tan sólo como una respuesta a la única dicotomía posible: sería un candidato de la Casa de Habsburgo o uno de la Casa de Borbón el elegido por el monarca español para heredar la totalidad de su Imperio.

En el Tratado de Partición de Londres de 1700 la posición de Luis XIV se había visto nuevamente reforzada. Si Carlos II decidía elegir en su testamento como heredero universal de la Monarquía Hispánica al archiduque Carlos de Austria, el monarca francés sólo tendría que invocar al Tratado y acogerse a lo acordado con ingleses y neerlandeses para apropiarse de los territorios y dominios que en el texto del mismo se establece como la parte que corresponde de la herencia española a su hijo, el Delfín. Tanto Inglaterra como los Estados Generales de las Provincias Unidas de los Países Bajos, no sólo le permitirían hacerlo sin poner objeción alguna, sino que estaban obligados en virtud de lo acordado en el Tratado a socorrerle con sus ejércitos si le era necesario para conseguirlo, ya fuera porque alguna otra potencia tratase de impedírselo o porque existiera alguna resistencia interna en alguno de esos dominios que le correspondía heredar.

Por tanto y en este anterior supuesto, la posición de Luis XIV era inmejorable. Bloqueados ingleses y neerlandeses por el Tratado de Partición, nada ni nadie podría impedir al monarca francés el apoderarse de los territorios que le correspondían a su primogénito según el pacto que había acordado con ellos; ni siquiera el emperador austriaco, Leopoldo I, que despojado de la ayuda de neerlandeses e ingleses no disponía de capacidad suficiente en solitario como para enfrentarse de una manera global a los ejércitos de Luis XIV.

Sin duda era poco verosímil, después de tantas décadas de conflictos permanentes con Francia, que Carlos II decidiese finalmente entregar su herencia a un miembro de la Casa de Borbón y menos, si cabe, detrayéndola de la Casa de Habsburgo, su ancestral y querida familia, aunque fuera depositándola en algún miembro de la rama austriaca de la misma. No obstante, en el último lustro del siglo XVII, había habido un progresivo distanciamiento y las relaciones con Viena no habían sido todo lo satisfactorias que desde Madrid se esperaba.

Se reprochaba a la cancillería austriaca su actitud de tibio apoyo a los intereses y necesidades de la Monarquía Hispánica; una reprobación que ya venía de lejos, pero que se había hecho más latente en los últimos tiempos, especialmente durante la guerra finalizada en 1697. También se censuraba la altanería y prepotencia con que se comportaban los representantes imperiales en la Corte madrileña frente a sus interlocutores españoles, dando por hecho que el testamento del monarca les tenía que favorecer por derecho y que se convertirían en los nuevos amos del Imperio español; un talante materializado en la actitud soberbia y engreída del proceder de los miembros germánicos de la Real Casa de la Reina, María Ana de Neoburgo —incluido el de la propia reina consorte— así como la de algunos de los personajes extranjeros que formaban parte del cuerpo diplomático imperial y del núcleo principal de los partidarios de la sucesión austríaca en Madrid.

Finalmente, Carlos II falleció el uno de noviembre de 1700 y una vez conocido su testamento —en el que nombraba heredero universal de toda la Monarquía Hispánica al duque de Anjou, Felipe de Francia[xv], nieto de Luis XIV y de su primera mujer, la infanta española María Teresa de Austria— no tardó el monarca francés en poner en marcha sus planes con respecto al futuro.

Por muy improbable e increíble que pudiera parecer, fuera como fuese, la realidad es que, después de muchas dudas, incertidumbres, consultas y avatares, llevadas al límite hasta el último momento, Carlos II testamentó en favor de la Casa de Borbón; haciéndolo en un pliego de últimas voluntades tan elaborado como polémico, influenciado sin duda por el contenido conocido del último Tratado de Partición que habían acordado ocho meses antes franceses, ingleses y neerlandeses.

Lo cierto es que la decisión de Carlos II fue recibida con gran sorpresa en todas las cancillerías europeas, incluso con incredulidad y estupor en alguna de ellas. No obstante, la gran cuestión de futuro que surgía ahora con más preocupación en todas ellas no era otra que conocer la reacción que ante tal desenlace testamentario iba a tener Luis XIV: ¿aceptaría el monarca francés la herencia asignada en el testamento de Carlos II a su nieto?; o, por el contrario, se acogería a lo pactado con Inglaterra y los Estados Generales de las Provincias Unidas de los Países Bajos en el Tratado de Partición de Londres, firmado con ellos tan sólo ocho meses antes.

Nada más fallecer el monarca español y una vez conocido el contenido de su testamento de una manera oficial, el monarca francés reunió a su Consejo Privado[xvi] para plantear la cuestión a dilucidar; aunque no fuera más que una simple formalidad para guardar las apariencias y contentar a su entorno más inmediato. Conociendo la personalidad y la trayectoria política del personaje, la decisión que iba a adoptar el monarca francés, sobre la herencia de la totalidad de la Monarquía Hispánica que Carlos II le había ofrecido a un vástago de su dinastía en sus últimas voluntades, era más evidente de lo que pudiera parecer y no se haría esperar.

Continuará…….

 

 

Nota. El testamento de Carlos II constituye un documento excepcional, con un trasfondo político e institucional bastante más complejo de lo que a primera instancia pudiera parecer. En él, el monarca español nombraba en primera opción como heredero universal de todos sus dominios a Felipe de Anjou y no a su padre, el Delfín de Francia; un matiz esencial para entender el contenido político de las últimas voluntades de Carlos II. Un análisis sobre ese testamento será abordado en profundidad en posteriores artículos, complementando así la serie dedicada a los antecedentes y preliminares a la Guerra de Sucesión Española.

 

 

 

 

[i] Un acuerdo que habían establecido tan sólo un año y medio antes

[ii] En el que se invitaba a adherirse a él al Emperador y a las otras cancillerías, pero a posteriori

[iii] Una vez fuera de la ecuación sucesoria el príncipe José Fernando de Baviera

[iv] Hombre de confianza de Leopoldo I desde los tiempos en que el Emperador era tan sólo archiduque de Austria

[v] Sucesor de su padre como embajador de Viena en Madrid entre los años 1698 y 1700.

[vi] En compensación por la pérdida de los ducados de Lorena y Bar en favor del delfín de Francia

[vii] Carlos Enrique de Lorena, Príncipe de Vaudemont y de Commercy, nombrado Gobernador desde 1698 del ducado de Milán por Carlos II, era hijo del que fuera duque de Lorena Carlos IV (1637-1690); siendo primo segundo del duque Leopoldo I de Lorena, titular en ejercicio del Ducado desde 1697 (después de la Paz de Ryswick).

[viii] En el cuadro posterior se esquematizan para su comparación las asignaciones hereditarias que en los tres tratados de partición se establecen para las dos dinastías enfrentadas en la sucesión a la Monarquía Hispánica.

[ix] Las tres a la vez y en este orden.

[x] Cuyo vasto imperio le era imposible defender en su totalidad.

[xi] Al alcanzar su mayoría de edad, que se produjo en septiembre de 1651.

[xii] Que así era reconocido y nombrado Henri d’Harcourt, aunque el verdadero titular del marquesado fuera su padre, que todavía vivía.

[xiii] Muy bien secundado por su mujer, Marie Anne Claude Brulart de Genlis.

[xiv] Los Grandes de España.

[xv] Que ocupaba el tercer lugar en la línea de sucesión al trono de Francia: tras el Delfín de Francia, su padre; y el duque de Borgoña, su hermano mayor.

[xvi] Constituido por el Delfín, el duque de Borgoña (hijo mayor del Delfín y hermano de Felipe de Anjou), el canciller Pontchartrain, el duque de Beauvilliers, los marqueses de Pomponne y de Torcy, Mr. de Chamillart y madame de Maintenon (casada morganáticamente con Luis XIV en 1683).

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