EL PERDÓN REAL COMO INSTITUCIÓN EN LA GUERRA DE SUCESIÓN ESPAÑOLA

EL PERDÓN REAL COMO INSTITUCIÓN EN LA GUERRA DE SUCESIÓN ESPAÑOLA


Uno de los principales elementos que no maneja el nacionalismo a la hora de hacer historia es la lectura seria y consciente de las fuentes. A saber, en una pirueta más
de su acendrado uso de la manipulación, ignora elementos cruciales en las guerras del antiguo régimen, por ejemplo, el alcance y las propiedades políticas y económicas de la
benignidad del soberano.
Por eso se empeña en demostrar la maldad de Felipe V y se olvida de dar argumentos en contra de las autoridades de la Cataluña austracista y, singularmente, de los
próceres barceloneses que en 1714 buscaron abiertamente el suicidio físico y la destrucción general, en contra de la negociación, a la que en todo momento se avenía, no ya el rey, sino cuantos delegados, borbónicos e imperiales, tomaban contacto con la Barcelona asediada y sus prohombres, esto es, grupos de alta posición y de
acaudalados haberes, civiles o religiosos, que preferían el sacrificio general al convenio político, como habría sido perfectamente posible y del que da cuenta el inmenso
arsenal de noticias llegadas hasta nuestros días. Valga de ejemplo el perdón que tras la rendición de Gerona al duque de Noailles ordenó publicar Felipe V en forma de edicto
el 30 de marzo de 1713.
En efecto, la clemencia real se fundamenta, no sólo en el acrisolado amor a los ciudadanos que manifiesta el soberano de manera abierta y abundante, aunque quizás
retórica, sino en los innumerables beneficios que comporta a la Real Hacienda una sociedad bien asentada, que prospera y genera riqueza, y cuyas cargas impositivas
van a parar al patrimonio de ese mismo soberano.
Sin embargo, podría ser, al menos hasta un determinado punto, que Felipe V mantuviera vivos unos especiales vínculos de amistad con Barcelona, al fin y al cabo,
inmediatamente después de su proclamación en Madrid, había sido recibido en la catedral barcelonesa el 11 de marzo de 1701 por los consellers y con fervoroso aplauso
de los ciudadanos, y se había encontrado con la princesa María Luisa de Saboya en el monasterio ampurdanés de Santa María de Vilabertrán el 3 de noviembre, celebrando
sus esponsales en el Palau Reial, dado que el contrato matrimonial se había firmado por poderes en el Duomo de Turín. A los pocos días, Felipe V abrió las Cortes catalanas, que no se reunían desde hacía muchos años, y juró constituciones y privilegios en el Salón del Tinell, otorgando a Barcelona el privilegio de ser puerto franco en la recepción de mercaderías procedentes de las Indias, y poniéndola en pie de igual con Cádiz. Clausuradas las cortes el 14 de enero de 1702 con una misa en la iglesia de Sant Francesc, los consellers encargaron una obra a Francisco Valls, quizá uno de los mejores músicos de su tiempo, que desarrolló un tema de corte italiano por
deferencia a la reina, a pesar de que en cierto momento de la interpretación se salió del canon establecido con algunos arpegios sorprendentes. Todos esos detalles, y
otros que no citamos, pudieran haber motivado la indulgencia que manifestó a lo largo de la guerra de Sucesión hacia Barcelona y sus ciudadanos y, sobre todo, al final de la contienda. La clemencia real tiene un fundamente hacendístico, sin duda, pero en el caso que nos ocupa quizá también sentimental, dadas las circunstancias.
Ese es el motivo que hace verosímil el hecho de que las tropas del duque de Berwick no entraran a degüello y saqueo en la Barcelona vencida de septiembre de 1714.
Por otra parte, dicha posibilidad, el botín, lejos de ser una venganza, era una parte sustancial que los estamentos militares tenían asignada para sus respectivos emolumentos, por eso el duque tuvo que ponerse muy firme ante sus propias tropas cuando se produjo la rendición.
En una palabra, en virtud de la preservación de la ciudad, sus moradores y sus bienes, las tropas, y todo hay que decirlo, después de una larguísima guerra de trece años,
no iban a obtener la merced principal de su esfuerzo militar. De esta forma, el principio prácticamente consagrado de la economía de guerra —y más tratándose de una ciudad como la Barcelona de principios del XVIII—, o sea, el cambio de propietario por vía de
conquista de determinados bienes y hasta de determinadas personas —recuérdese que, en la Barcelona de entonces, igual que en otras ciudades españolas y europeas, había
esclavos y esclavas―, se convertía en nada, despreciándose de ese modo uno de los elementos coadyuvantes de la guerra antigua. Hemos dicho de la guerra antigua y faltaría por ver si no es de la guerra de cualquier momento histórico, pero ese es asunto que no tocaremos por ahora.
El pensamiento nacionalista ―si puede llamarse así y no se incurre en oxímoron―, y cuya matriz no es otra que un desaforado romanticismo capaz de olvidar los principios
más elementales de la convivencia y de sus beneficios, exalta a los que considera propios hasta extremos furiosos, olvidando estos mecanismos, tergiversando lo que podría ir en beneficio de la autoridad real y perpetrando un escandaloso anacronismo al presentar la realidad de las guerras del antiguo régimen como contiendas actuales, y
arrinconando lo esencial, la perspectiva.
Por tanto, y en vista de lo dicho, la autoridad del duque de Berwick tuvo que ser muy marcada y muy duras las advertencias y prevenciones como para dejar a sus
soldados sin botín, ya que, en definitiva, suponía romper la base mercantil de la guerra. Y arriesgándose también, y en último término, a un levantamiento en las propias filas
que James Fitz-James Stuart, hijo natural del depuesto Jacobo II de Inglaterra y general de Luis XIV, y antes duque de Berwick, supo manejar con sorprendente
habilidad.
En definitiva, previamente a que se produjeran los acontecimientos de mediados de septiembre de 1714, hay edictos en los que se hace especial mención de olvidos y
perdones y de diferentes ofertas reales, directamente emitidos por Felipe V, que jamás aparecen más que como meros elementos huecos en la prosa nacionalista, cuando
en realidad representan la voluntad de los oficiales del rey y del mismo monarca para que se desista de una empresa imposible, la defensa a ultranza y la inmolación física y
política de una ciudad y de sus miles de habitantes.
A saber, cuando Berwick toma el mando del ejército borbónico y una vez el general Vendôme ha fallecido en Vinaroz a causa de una indigestión en 1712, no va a actuar
en las capitulaciones de ciudades de forma aniquiladora, sino todo lo contrario, intentando que las autoridades, en este caso barcelonesas ―dado que está, y lo sabe, en el postrer tramo de la guerra―, entren en razón y, sustituyendo al duque de Populi, esto es, dejando un año desde la firma de la rendición en Utrecht de los
plenipotenciarios de Carlos VI y la retirada de las fuerzas austríacas desde Hospitalet a Badalona. En definitiva, da un extenso plazo para una rendición absolutamente
irregular, sobre todo si se atiende a que la ciudad, junto con la fortaleza de Cardona, está sitiada y no tiene en ningún sentido condiciones para la defensa.
Por otra parte, existía un precedente relativamente reciente, y acaso ahí depositaban su confianza las autoridades catalanas. El rey Felipe IV había perdonado y olvidado la traición de los catalanes ―tales eran los términos y tal era su prerrogativa como monarca―, cuando en 1640 Pau Claris proclamó en nombre de la Diputación del General de Cataluña a Luis XIII, rey de Francia, como conde de Barcelona, volviendo en 1652 a la corona española tras la rendición de las tropas defensoras con la entrada del príncipe don Juan José de Austria en la capital, ocurrida sin apenas impedimento y con la manifiesta aquiescencia de la población: hambrienta, cansada de la guerra que se desarrolló entre partidarios de uno y otro bando y harta de soportar combates entre los
ejércitos franceses y españoles. Una de las condiciones de la capitulación, amén de la confirmación de las constituciones de Cataluña, era el perdón real, que se otorgó en octubre.
Quizás aquel modelo pudo figurar en 1714 como elemento adyuvante en las decisiones de los diferentes brazos en la defensa de Barcelona, al fin y al cabo, la lealtad a la
corona española se había truncado por espacio de aproximadamente los mismos años. Ahora bien ―y aquí sí difiere y mucho el relato, torciendo cualquier semejanza―, cuando don Juan José pisó Barcelona, salvo un asedio menor, las tropas habían combatido poco, la Paz de Westfalia había sido firmada recientemente y los
franceses estaban en retirada desde la victoria de Lérida de 1642 y, sobre todo, el mariscal La Mothe, responsable de la defensa de Barcelona, tenía serios problemas con el cardenal Mazarino ―ministro de estado y corregente junto a la reina viuda Ana de Austria―, habiendo sido destituido, encarcelado y después perdonado. La llegada
del príncipe a Barcelona fue, por tanto, un escenario en gran medida pactado, cuyo colofón se produjo en el Tratado de los Pirineos de 1659.
Todo ello, convenientemente reunido y eficazmente
explicado, cambia por completo la visión que se ofrece de los acontecimientos de esa época. Además, justo es decirlo, conviene presentar estos hechos en comparación
y junto a sucesos semejantes que ocurren en conflictos similares a lo largo de la Europa de finales del Barroco y que todavía no ha alcanzado las Luces. Valgan como ejemplo, y en el lado austríaco, el sitio de Belgrado de 1688 por el príncipe Eugenio de Saboya, el asalto de Azov por el ejército de Pedro I el Grande en 1696 ―donde no
pudo sujetar a los cosacos, que saquearon cuanto quisieron― o la orden de quemar Madrid dada por el general Stanhope antes de caer prisionero en Brihuega en
1710.
En definitiva, ciudades populosas sometidas a asedios prolongados cuya actitud fue, obviamente, muy diferente.
En esos casos se trataba, qué duda cabe, de otros políticos y de circunstancias diferentes, esto es, de autoridades capaces de entender que el suicidio colectivo, como
hubiera sido perfectamente posible en Barcelona, no era una opción.
Y a modo de coda, sirva también referir que al día siguiente de la entrada del ejército de las dos Coronas en Barcelona se abrieron las tiendas y sus habitantespudieron moverse por una ciudad en la que el lado norte, esto es, lo que hoy es la Vía Layetana y el Borne, había sufrido los daños del asalto. Con todo, a pesar de la
derrota, hubo mercado.

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