El príncipe de Viana en Cataluña

Una parte de la historia de España de mediados del siglo XV sería incomprensible sin la figura del príncipe de Viana porque se convirtió, sin él quererlo, en el protagonista de varios episodios claves de la política del momento. Por ello, recorrer su biografía es acercarse al contexto histórico de los reinos peninsulares, principalmente de Navarra y de la Corona de Aragón durante el final de la Edad Media.

En el año 1421, en el castillo de Peñafiel, nacía un príncipe heredero: Carlos de Aragón y de Navarra. Su madre era Blanca, futura reina de Navarra una vez sucediera a su padre, el rey Carlos III el Noble. Su padre era un infante aragonés, Juan, el segundo hijo del rey Fernando I de Trastámara, ya difunto, y hermano del entonces rey de Aragón, Alfonso el Magnánimo. Por las venas del príncipe corría sangre de los reinos hispanos: navarra, aragonesa y castellana (en aquel tiempo la línea divisoria entre la política y la familia apenas se podía distinguir). El nacimiento de un príncipe era motivo de grandes celebraciones. Por este motivo, su abuelo, Carlos III, creó un título para su primer nieto que iría destinado únicamente a los herederos del reino, como ocurría en otras casas reales. Este título fue el de príncipe de Viana que iba acompañado de todos los territorios pertenecientes al principado, así como de sus rentas, para que de esta manera pudiera mantener un estado digno de su condición de heredero.

Los años de infancia y juventud del príncipe transcurrieron en el palacio real de Olite, la residencia preferida de los reyes de Navarra, en compañía de sus hermanas, las infantas Blanca y Leonor. Los infantes vivían bajo el cuidado y la protección de su madre. En ese marco incomparable, donde la exquisitez y el lujo marcaban la vida cotidiana, vivieron ajenos a las tensiones políticas de su alrededor. La reina Blanca era la encargada de la gestión del reino desde el año 1425 en el que murió su padre, Carlos III.

Ese tiempo feliz en el palacio de Olite llegó a su fin con la muerte de la reina Blanca ocurrida en la primavera de 1441, en el monasterio castellano de Nieva, donde se había dirigido a descansar después de acompañar a su hija Blanca a su enlace con el príncipe de Asturias en Valladolid. Su muerte quebró la aparente tranquilidad de Navarra, pues las tensiones familiares y también políticas empezaron a extenderse por el reino, convirtiéndose con el tiempo en una guerra civil. Las razones de los conflictos deben buscarse en la complicada relación entre el príncipe de Viana y su padre. Entre ellos había falta de entendimiento por ver la vida y la política de maneras bien diferentes. Mientras el rey de Navarra era un hombre ambicioso, luchador, astuto, de carácter fuerte, que iniciaba una guerra siempre que fuera necesario; su hijo era pacífico, sosegado y prefería invertir el tiempo en el placer de la lectura, la poesía o la música. Al morir la reina, el rey de Navarra no estaba dispuesto a cederle el trono a su hijo. Su ambición se lo impedía, pero no sólo eso, sino la animadversión que sentía hacia él por su falta de interés político de aquél que debía sucederle.

A pesar de la negativa del monarca, el heredero indiscutible del reino era el príncipe de Viana, así había sido jurado por las Cortes al poco de nacer, así lo determinaban los capítulos matrimoniales de sus padres, así lo especificaba el testamento de su madre, donde además de nombrarle heredero le dejaba su corona como símbolo del traspaso del poder real. No había duda posible acerca de la sucesión, a pesar de que mucho se ha escrito con posterioridad a este respecto intentando justificar la actitud del rey amparándose en un punto del testamento de la reina en el que pedía al príncipe que no tomara la corona sin el consentimiento paterno. Esta búsqueda de la complacencia del rey de Navarra muchos la han visto como la excusa perfecta para que no le cediera el trono, siendo la reina Blanca plenamente consciente de esta decisión. Simplemente se trataba de un mero formalismo y deferencia hacia su marido, nada más que eso.

En un principio, el príncipe no reclamó sus derechos al trono que legalmente le correspondían. Anteriormente había sido nombrado lugarteniente, de modo que administraba y gestionaba el reino como si fuera el verdadero rey, y además sin la intromisión de su padre. Así transcurrieron varios años, tranquilos, hasta que el rey de Navarra regresó definitivamente a consecuencia de las derrotas sufridas en Castilla, y quiso encargarse de toda la administración del reino, relegando a un segundo plano al príncipe y a sus servidores. Esta actuación del monarca enojó al príncipe y a los suyos, quienes vieron un agravio en este alejamiento de la corte y comenzaron a reclamar los derechos del príncipe a la corona. Poco a poco, el reino de Navarra empezó a posicionarse en dos bandos: los beaumonteses, a favor del príncipe de Viana, y los agramonteses, fieles al rey de Navarra.  Esta división del reino favoreció la guerra civil, cuyas causas eran mucho más complejas que unas desavenencias entre padre e hijo.

El príncipe de Viana y su tiempo. Ed. Silex

En 1451 se desató la batalla y la guerra se extendió por todo el reino, asolándolo durante más de una década. Las primeras consecuencias fueron muy desfavorables para el príncipe, que permaneció encerrado sin libertad durante dos años. Posteriormente, ya liberado, el rey desheredó a su primogénito, pues así no tenía derechos por los que luchar. Ante esta situación cada vez más complicada, el príncipe prefirió alejarse de la contienda y comenzar su viaje hacia los reinos mediterráneos. Su primer destino, después de una breve parada en la corte del rey de Francia, fue el reino de Nápoles, donde estaba su tío el rey Alfonso de Aragón, a quien iba a suplicar su mediación y su ayuda en la lucha por recuperar sus derechos. Poco éxito obtuvo, pues al año murió su tío y se quedó sin mediador.

Comenzaba un nuevo tiempo para el príncipe, pues la corona de Aragón pasaba a su padre, Juan II, y él se convertía en el heredero también de los reinos aragoneses. A partir de ese momento, ésas iban a ser las reclamaciones junto con la recuperación de su patrimonio en Navarra. Viendo que la situación se complicaba en Nápoles, el príncipe huyó a Sicilia, donde encontró mucho apoyo a su causa, lo que provocó el recelo de su padre, quien le obligó a dirigirse a Mallorca, un lugar neutral, donde lo podría tener vigilado. En tierras mallorquinas permaneció un año, hasta que viajó a Barcelona, sin esperar el consentimiento de su padre, alegando que los aires de la isla no le sentaban bien. En ese momento, las tensiones parecían acabadas, pero era solamente una apariencia, pues el príncipe estaba negociando, en secreto, su matrimonio con la infanta Isabel de Castilla, futura Isabel la Católica, para asegurarse definitivamente el favor del rey castellano, eterno enemigo de Juan II. Cuando el rey se enteró de la traición de su hijo, se enojó de tal manera que no dudó en meterlo en prisión. Esta decisión, injusta y desmesurada, creó una gran tensión en todo el Principado y fue muy bien aprovechada por las instituciones catalanas, que vieron la excusa perfecta para alzarse contra el autoritarismo regio, encarnado en Juan II, camuflando sus intenciones en la figura del príncipe de Viana.

Éste va a ser el último capítulo de la vida del príncipe. La Diputación del General y el Consejo de Ciento de Barcelona entraron en escena para reclamar su libertad a través de un intenso proceso de negociación entre sus embajadores y Juan II, lo que representaba un pulso al poder regio. Las embajadas iban y venían. El rey se sintió fuertemente presionado, no le convenía que Cataluña se convirtiera en otro lugar complicado como lo era el reino de Navarra. Por eso, claudicó y aceptó liberar al príncipe de Viana. Esta derrota del rey venía acompañada de la firma de las Capitulaciones de Villafranca del Penedés, donde Juan II salía totalmente perjudicado porque se le prohibía entrar en Cataluña sin la autorización de las autoridades locales.

En toda esta situación, el príncipe había sido utilizado como bandera de las reivindicaciones de los diputados del General y de los consejeros de Barcelona, aunque también había conseguido parte de sus reclamaciones: su reconocimiento como heredero. La alegría ante su nombramiento duró más bien poco porque, a los dos meses, el príncipe moría en el palacio real de Barcelona, el 23 de septiembre de 1461 a causa de una pleuresía. Esta muerte supuso una liberación para Juan II, pero una desgracia para las instituciones que se quedaban sin su pretexto para levantarse contra el rey. Por ello, decidieron crear un nuevo personaje, “San Carlos de Viana”, que siguiera representando los intereses de las instituciones después de su muerte. El pueblo comenzó a venerarle porque obraba milagros, así de este modo se mantendría vivo su espíritu y la causa que él representaba. Comenzaba el mito del príncipe de Viana, el mismo día de su muerte. Este mito nunca fue olvidado y llenó muchas páginas de literatura romántica y de libros de historia a partir del siglo XIX.

 

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